Guy de Maupassant
Henry René Albert Guy de Maupassant
Les publico
la biografia del escritor Henry René Albert Guy de Maupassant mas conocido
cortamente de nombre Guy de Maupassant. Escritor de la talla de nuestro
enigmatico Edgar Allan Poe de sus cuentos cortos les recomiendo: ¿Fue un sueño?,
Bola de Cebo y el Horla y de sus novelas Fuerte como la Muerte. La informacion es algo
extensa pero en verdad vale la pena leer completamente el escrito ya que
tambien les dejo el cuento ¿Fue un sueño? Para que disfruten y se adentren a la
mente de este extraordinario escritor frances…

Nacido en el castillo de Miromesnil (Tourville-sur-Arques),
a 8 kilómetros de Dieppe Francia el 5 de
Agosto de 1850. Su juventud, muy apegada a su madre, se desarrolló primero en
Étretat, y más adelante en Yvetot, antes de marchar al liceo en Ruan.
Maupassant fue admirador y amigo de Gustave Flaubert al que conoció en 1867.
Flaubert lo tomó bajo su protección, le abrió la puerta de algunos periódicos y
le presentó a Iván Turgénev y Émile Zola. publicó en 1880 su primera gran obra,
Bola de sebo, en un volumen naturalista preparado por Émile Zola: "Las
veladas de Médan". El relato, de corte fuertemente realista, según las
directrices de su maestro Flaubert, fue grandemente ponderado por éste.
Esta publicación permite a Maupassant adquirir una cierta
notoriedad en el mundo literario. Será finalmente autor de multitud de cuentos
y relatos (más de 300). Sus temas favoritos son los campesinos normandos, los
pequeños burgueses, la mediocridad de los funcionarios, la guerra franco
prusiana de 1870, las aventuras amorosas o las alucinaciones de la locura: La
Casa Tellier (1881), Los cuentos de la becada (1883), El Horla (1887), a través
de algunos de los cuales se transparentan los primeros síntomas de su
enfermedad.
Son especialmente destacables sus cuentos de terror, género
en el que es reconocido como maestro, a la altura de Edgar Allan Poe. En estos
cuentos, narrados con un estilo ágil y nervioso, repleto de exclamaciones y
signos de interrogación, se echa de ver la presencia obsesiva de la muerte, el
desvarío y lo sobrenatural: ¿Quién sabe?, La noche, La cabellera o el ya
mencionado El Horla, el cual pertenece al género de horror.
Publicó asimismo cinco novelas: Una vida (1883), la aclamada
Bel-Ami (1885) o Fuerte como la muerte (1889), Pierre y Jean, Mont-Oriol y
Nuestro corazón
Escribió bajo varios seudónimos: Joseph Prunier en 1875, Guy
de Valmont en 1878, Maufrigneuse de 1881 a 1885. Menos conocida es su faceta
como cronista de actualidad en los periódicos de la época (Le Gaulois, Gil
Blas, Le Figaro...) donde escribió numerosas crónicas acerca de múltiples temas:
literatura, política, sociedad, etc.
Atacado por graves problemas nerviosos, síntomas de demencia
y pánico hereditarios (reflejados en varios de sus cuentos como el cuento
"Quién sabe", escrito ya en sus últimos años de vida) y a
consecuencia de la sífilis, intenta suicidarse el 1 de enero de 1892.Luego de
cuatro intentos suicidas en los que utilizaba navajas de afeitar para
degollarse lo internan en la clínica parisina del Doctor Blanche, donde muere
un año más tarde. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse, en París.
Cuentos cortos
Junto a un
muerto (1890)
El padre de
Simón (1879)
Bola de sebo
(1880)
La casa
Tellier (1881)
Magnetismo
(1882)
Pierrot
La señorita
Fifí
A las aguas
(1883)
Claro de
luna (1883)
Una vendetta
(1883)
El collar
(1884)
Abandonado
(1884)
La dote
(1884)
Miss Harriet
(1884)
¡Mozo, un
bock! (1884)
Cuentos del
día y de la noche (1885)
El buque
abandonado (1886)
El ermitaño
(1886)
Toine (1886)
La pequeña
Roque (1886)
El Horla
(1887)
El junco de
Madame Husson (1888)
La mano izquierda
(1889)
La belleza
inútil (1890)
Musotte
(1890)
La cabellera
El barrilito
Las joyas
¿Fue un
sueño?
El borracho
Lo horrible
La muerta
La mano
disecada
El idilio
La cama 29
El miedo
¿Fue un sueño?
Guy de Maupassant
¡La había amado locamente!
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuan extraño es ver un solo ser en el mundo,
tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo
nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de
un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que
se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como
una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre
la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en
sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que
procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba
muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche
llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día
siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No
recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se
marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus
manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y
tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos.
¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve,
débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo
comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron,
aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa,
encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas
personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a
través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación,
nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano
después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que
sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer
ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la
habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de
su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y
antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo
que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la
cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía
bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas
veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado
su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -
en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la
había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si
amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo,
ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los
hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo
lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha
sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla
tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
"Amó, fue amada, y murió."
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente
apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que
estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante
desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre
su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una
solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la
muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la
ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos
que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho
espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo,
beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos
han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y
el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte
más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra,
donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los
que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros
cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol
y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al
tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar
suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos.
Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi
amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis
manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir
encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las
lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas
de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las
letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos
angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo
Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas
partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando.
Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí
algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza,
en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada
de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo
permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a
morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba
sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien
tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi,
sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego
apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su
encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En
la cruz pude leer:
"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.
Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios."
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió
una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las
letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos
contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta
del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas,
como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de
fósforo:
"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.
Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su
esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y
murió en pecado mortal."
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su
obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que
todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas
que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad.
Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos,
deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que
habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos
padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas,
aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados
irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la
terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar,
mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin
miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui
hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al
instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la
cruz de mármol donde poco antes había leído:
Amó, fue amada, y murió.
ahora leí:
"Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una
pulmonía y murió."
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin
conocimiento.